La Perra
Fernando Silva
Salimos en la madrugada de la casa de Victoria, encaramada en un cucurucho de tierra, enfrente del San Juan abierto y a la orilla del Pocosol.
El caño de Pocosol, ondo y oscuro, se mete y se mete en la montaña. Hay lugares secos donde se ve el plan lleno de piedras y hojas muertas, y otros lugares son bien profundos, de azul cerrado donde se bañan los sábalos reluciendo la plata de sus escamas.
Nosostros nos íbamos para las pozas de adentro. Era la época de los laguneros y la luna estaba para eso. Despegamos oscuro todavía. Iban con notros nuestros inseparables perros, el Clavito y la Chula, que eran como marido y mujer. Eran unos perros que se querían mucho.
La perra era de raza cualquiera, pero tenía muy buen corazón, era de color café con una mancha en la frente. El clavito era ateperetado y nervioso, pero tenía buena cabeza. Olía a los chanchos de largo y no latía por tonteras, les habíamos enseñado a ladrar cuando fueran detrás, lo que hacían era llorar impacientes, pero bastaba un pujido de nosotros para que se quedaran quietos dándole a la cola nerviosamente.
Yo les tenía mucho cariño a mis perros, los perros también se encariñan con uno, entienden muy bien ciertas señas, gestos so gritos, tienen mejor olfato que nosotros y tal vez no hablan porque perderían el filo de sus dientes.
Bueno, estaba diciendo que salimos de madrugada. Mis otros compañeros, además de los perros, eran Ruperto y Chente Méndez. Ellos me conocían a mí desde chiquito, yo les había enseñado a ellos las letras y los números y ellos me habían enseñado a mí los canales del raudal del toro y el pegadero de Los Chingos, y a manejar la palanca en las chiflonadas.
Era temprano todavía. El cielo lleno de estrellas como si lo hubieran pringado con oro. El lucero hermoso de la mañana encima de los cedros oscuros, se abría como una flor de luz. Ibamos sobre el río metidos adentro de las sombreas, solo se oía el ruido del canalete y el golpedel agua. Llegamos anlas primeras pozas todavía temprano, apeamos nuestras cosas, después cortamos unas varas e hicimos nuestro ranchito con tapesco y cubierto con palmas de Yolito verde y brillante, cerquita del río, que nos daba el agua en las narices, entonces nos recostamos a dormir un rato.
El viaje es un poco largo, como a las once salimos de nuevo armados y listos para la pesca, cada uno iba por su lado, chepe cogió la orilla con el arpón, yo llevaba un chuzo e iba en el bote y Ruperto se quedó haciendo la comida, cuando regresamos era ya de tardecita.
Cogimos como cuarenta animales, es divertidísimo, los laguneros salen casi a flor de agua. otras veces van refundidos y como son tas oscuros de color y el agua es tan clara en las pozas, es fácil verlos, cuando va uno en bote hay que tener cuidado de que la sombra del cuerpo de uno no les caiga encima a ellos, porque entonces se las manda a jalar, cuando se ve unas popas de agua es casi seguro que allí no mas sale el animal y caza ¡chact! ¡cchiriíe! entonces se tira el chuzo sin ponerle mucha fuerza para no refundir los otros, algunas veces viene uno solo y se ve llegar el machito de agua.
Otras veces andan en pandillas y unos se van hasta allá al fondo, que vistos de arriba pareciera que están dormidos. Son de todo color, principalmente las mogas, otros son como pringaditos con los ojos rojos. En cuanto volvimos al rancho nos dimos una buena comida.
Hay que ver un buen lomo de lagunero como de tres dedos de grueso, bien asado, con unos bananos cocidos chachaltes y un poco de café negro caliente. Estuvimos temprano tocando guitarra y cantando. Se le sentía todo el peso a la sombra de la noche. La luna estaba a penas pequeñita, apenas se veía entre el monton de nubes. Al rato nos acostamos y nos dormimos. Yo no me acuerdo muy bien lo que pasó enseguida, de repente me desperté. Dormido había oído al peso de la noche unas voces, unos gritos, un gemido feo, yo que sé qué cosas eran.
Salí del rancho. Afuera estaba bien oscuro, abrí mis ojos hasta donde pude en semejante oscurana, y por fin me vine dando cuenta, aunque al principio nada de lo que veía lo entendía. Cuando nos serenamos todos, Ruperto me contó todo lo que había pasado y que era para mí como una pesadilla.
Lo que sucedió fue que yo me había acostado sin apagar el candil, al rato me dormía y como la luz le estorbaba en los ojos, Ruperto se levanto apagarla, en cuanto se puso de pie oyó un ¡charrás!, ¡charrás!, como de algunas pisadas, se fijó en los perros y notó que estaban todos herizos desde las orejas hasta el rabo.
- Chepé!, Chepé! –dijo llamando al hermano que estaba dormido- huele a tigre,hombré. Los indios cogieron sus arpones y se hicieron a aun ladito, ya Ruperto le había visto los bigotes al gato, les pujó a los perros y los perros se quedaron tensos como dos arcos. El animal dio media vuelta a la orilla de la casa, husmeó, husmeó y husmeó, pero en eso vio a la perra y le peló los dientes y se fue echando, echándose como para irse encima. Esa fue la vaina, el perro se dio cuenta de eso y no pudo más, salió chiflado encima del tigre. Claro que no se le fue de viaje de frente, reculó y le latió con furia, el tigre le lanzó un manotón, pero no lo consiguió porque el perro brincó para atrás. En eso Ruperto se le fue encima con el arpón, pero el tigre le arrebató la vara de un manotón, la perra le ladró de un lado y como son tan ligeros esos animales y la perra se había comprometido mucho, el tigre la alcanzó con la uña abriéndole la barriga, Chepe tiró el arpón al aire con toda su alma y se los refundió en los sesos al tigre que ni pujó, dio un solo volantín y quedó muerto como a dos varas de la perrita que boqueaba en un charco de sangre,
Eran como las dos de la madrugada, ya no nos dio ganas de dormir, estábamos todos sonsos, yo había recibido una impresión muy fea con todo aquello, aunque para Ruperto y Chepe Méndez eso del tigre no significaba nada, lo que les pesaba en el corazón era la muerte de la perra, murió al ratito. Nos dolió mucho, el perro estaba tristísimo y lloraba y lloraba.
Resolvimos echar la perra al agua y eso fue peor, el perro pasó la noche haciendo locuras, latiendo, aullando, metiendo las patas en el agua, olfateando, olfateando y olfateando por todos lados. Entonces nos venimos antes de que amaneciera. Volvimos bajo las mismas sombras, ahora ese ruido de la canaleta sonaba como una danza triste. Íbamos a medio río y el pensamiento de la profundidad del agua en lo oscuro nos llevaba azorosos. Llegamos al puerto en la mañanita, como no era nada bonito contar que a la perra la había matado el tigre tontamente, porque la gente de allí es muy fregada, entonces llegamos hablando mal de la perra y cuanto nos dolía aquello.
- Si no servía la animala, si era pura murriña y ahi la dejamos perdida. Pero lo decía con dolor, eran mentiras, le dolía, aunque dijera lo que dijera, yo sabía que ese indio quería a su perra como a una mano suya, como a un ojo, como a su alma.
Fernando Silva
Salimos en la madrugada de la casa de Victoria, encaramada en un cucurucho de tierra, enfrente del San Juan abierto y a la orilla del Pocosol.
El caño de Pocosol, ondo y oscuro, se mete y se mete en la montaña. Hay lugares secos donde se ve el plan lleno de piedras y hojas muertas, y otros lugares son bien profundos, de azul cerrado donde se bañan los sábalos reluciendo la plata de sus escamas.
Nosostros nos íbamos para las pozas de adentro. Era la época de los laguneros y la luna estaba para eso. Despegamos oscuro todavía. Iban con notros nuestros inseparables perros, el Clavito y la Chula, que eran como marido y mujer. Eran unos perros que se querían mucho.
La perra era de raza cualquiera, pero tenía muy buen corazón, era de color café con una mancha en la frente. El clavito era ateperetado y nervioso, pero tenía buena cabeza. Olía a los chanchos de largo y no latía por tonteras, les habíamos enseñado a ladrar cuando fueran detrás, lo que hacían era llorar impacientes, pero bastaba un pujido de nosotros para que se quedaran quietos dándole a la cola nerviosamente.
Yo les tenía mucho cariño a mis perros, los perros también se encariñan con uno, entienden muy bien ciertas señas, gestos so gritos, tienen mejor olfato que nosotros y tal vez no hablan porque perderían el filo de sus dientes.
Bueno, estaba diciendo que salimos de madrugada. Mis otros compañeros, además de los perros, eran Ruperto y Chente Méndez. Ellos me conocían a mí desde chiquito, yo les había enseñado a ellos las letras y los números y ellos me habían enseñado a mí los canales del raudal del toro y el pegadero de Los Chingos, y a manejar la palanca en las chiflonadas.
Era temprano todavía. El cielo lleno de estrellas como si lo hubieran pringado con oro. El lucero hermoso de la mañana encima de los cedros oscuros, se abría como una flor de luz. Ibamos sobre el río metidos adentro de las sombreas, solo se oía el ruido del canalete y el golpedel agua. Llegamos anlas primeras pozas todavía temprano, apeamos nuestras cosas, después cortamos unas varas e hicimos nuestro ranchito con tapesco y cubierto con palmas de Yolito verde y brillante, cerquita del río, que nos daba el agua en las narices, entonces nos recostamos a dormir un rato.
El viaje es un poco largo, como a las once salimos de nuevo armados y listos para la pesca, cada uno iba por su lado, chepe cogió la orilla con el arpón, yo llevaba un chuzo e iba en el bote y Ruperto se quedó haciendo la comida, cuando regresamos era ya de tardecita.
Cogimos como cuarenta animales, es divertidísimo, los laguneros salen casi a flor de agua. otras veces van refundidos y como son tas oscuros de color y el agua es tan clara en las pozas, es fácil verlos, cuando va uno en bote hay que tener cuidado de que la sombra del cuerpo de uno no les caiga encima a ellos, porque entonces se las manda a jalar, cuando se ve unas popas de agua es casi seguro que allí no mas sale el animal y caza ¡chact! ¡cchiriíe! entonces se tira el chuzo sin ponerle mucha fuerza para no refundir los otros, algunas veces viene uno solo y se ve llegar el machito de agua.
Otras veces andan en pandillas y unos se van hasta allá al fondo, que vistos de arriba pareciera que están dormidos. Son de todo color, principalmente las mogas, otros son como pringaditos con los ojos rojos. En cuanto volvimos al rancho nos dimos una buena comida.
Hay que ver un buen lomo de lagunero como de tres dedos de grueso, bien asado, con unos bananos cocidos chachaltes y un poco de café negro caliente. Estuvimos temprano tocando guitarra y cantando. Se le sentía todo el peso a la sombra de la noche. La luna estaba a penas pequeñita, apenas se veía entre el monton de nubes. Al rato nos acostamos y nos dormimos. Yo no me acuerdo muy bien lo que pasó enseguida, de repente me desperté. Dormido había oído al peso de la noche unas voces, unos gritos, un gemido feo, yo que sé qué cosas eran.
Salí del rancho. Afuera estaba bien oscuro, abrí mis ojos hasta donde pude en semejante oscurana, y por fin me vine dando cuenta, aunque al principio nada de lo que veía lo entendía. Cuando nos serenamos todos, Ruperto me contó todo lo que había pasado y que era para mí como una pesadilla.
Lo que sucedió fue que yo me había acostado sin apagar el candil, al rato me dormía y como la luz le estorbaba en los ojos, Ruperto se levanto apagarla, en cuanto se puso de pie oyó un ¡charrás!, ¡charrás!, como de algunas pisadas, se fijó en los perros y notó que estaban todos herizos desde las orejas hasta el rabo.
- Chepé!, Chepé! –dijo llamando al hermano que estaba dormido- huele a tigre,hombré. Los indios cogieron sus arpones y se hicieron a aun ladito, ya Ruperto le había visto los bigotes al gato, les pujó a los perros y los perros se quedaron tensos como dos arcos. El animal dio media vuelta a la orilla de la casa, husmeó, husmeó y husmeó, pero en eso vio a la perra y le peló los dientes y se fue echando, echándose como para irse encima. Esa fue la vaina, el perro se dio cuenta de eso y no pudo más, salió chiflado encima del tigre. Claro que no se le fue de viaje de frente, reculó y le latió con furia, el tigre le lanzó un manotón, pero no lo consiguió porque el perro brincó para atrás. En eso Ruperto se le fue encima con el arpón, pero el tigre le arrebató la vara de un manotón, la perra le ladró de un lado y como son tan ligeros esos animales y la perra se había comprometido mucho, el tigre la alcanzó con la uña abriéndole la barriga, Chepe tiró el arpón al aire con toda su alma y se los refundió en los sesos al tigre que ni pujó, dio un solo volantín y quedó muerto como a dos varas de la perrita que boqueaba en un charco de sangre,
Eran como las dos de la madrugada, ya no nos dio ganas de dormir, estábamos todos sonsos, yo había recibido una impresión muy fea con todo aquello, aunque para Ruperto y Chepe Méndez eso del tigre no significaba nada, lo que les pesaba en el corazón era la muerte de la perra, murió al ratito. Nos dolió mucho, el perro estaba tristísimo y lloraba y lloraba.
Resolvimos echar la perra al agua y eso fue peor, el perro pasó la noche haciendo locuras, latiendo, aullando, metiendo las patas en el agua, olfateando, olfateando y olfateando por todos lados. Entonces nos venimos antes de que amaneciera. Volvimos bajo las mismas sombras, ahora ese ruido de la canaleta sonaba como una danza triste. Íbamos a medio río y el pensamiento de la profundidad del agua en lo oscuro nos llevaba azorosos. Llegamos al puerto en la mañanita, como no era nada bonito contar que a la perra la había matado el tigre tontamente, porque la gente de allí es muy fregada, entonces llegamos hablando mal de la perra y cuanto nos dolía aquello.
- Si no servía la animala, si era pura murriña y ahi la dejamos perdida. Pero lo decía con dolor, eran mentiras, le dolía, aunque dijera lo que dijera, yo sabía que ese indio quería a su perra como a una mano suya, como a un ojo, como a su alma.
Compañero de cama
Adolfo Calero Orozco
Pedro Montes estaba de mandador en “El Dulce Nombre”, una hacienda situada cerca de Nandayosi, por la costa sur. Como en aquel tiempo los caminos eran más largos que ahora, él nunca hacía el viaje a Managua de un solo tirón, sino que salía de “El Dulce Nombre” con la fresca de la tarde, prefiriendo las noches de luna para sus viajes. A la caída de la media noche llegaba a “La Plancha”, una fincucha de café; allí echaba un buen “peloncito” y muy al alba se ponía otra vez en marcha, con la bestia descansada y él fresco, y lograban entrar a Managua entre nueve y diez. El regreso lo hacía Pedro en la misma forma, pues “La Plancha” estaba más o menos a la mitad del camino y era de Fulgencio Roque, un compañero antiguo, tismeño como él, que dormía en un tabanco libre de puertas y con acceso al corredor de la casita, hasta donde podía subirse sin molestar ni pedir permiso a nadie con sólo que los perros lo conocieran a uno.
Muchas veces hizo Pedro Montes el viaje aquel y generalmente Fulgencio lo sentía llegar y echaban su platicadita. A la partida, Pedro tenía siempre buen cuidado de hacerla muy calladita para no despertar al amigo.
La vez del cuento era en febrero. Ya habían “cortado”, pero todavía hacía un frío que parecían dos. Pedro llegó a “La Plancha” a la hora de costumbre; la luna ya se había puesto y estaba muy oscuro. Lo único de particular que había notado Pedro en el camino era que hubo muchas exhalaciones en el cielo después que se fue la luna y que cuando entró a la finca los perros no le ladraron ni se le acercaron, como otras veces, para olfatearlo primero y colearle después, sino que más bien dieron su aulladita, y eso sin acercársele mucho. El desensilló y a tientas, como que conocía muy bien la casa, dio con el poste picado en escalones que conducía al tabanco. Subió y llamó a media voz:
¡Fulgencio!... ¡Full!... ¿Estás sorneado?
Fulgencio no le contestó. Pedro pensó: “Andará mujereando esta carajo… o tal vez en Managua…”.
Pero mientras se acomodaba, tentando dio con Fulgencio, que estaba acostado, medio envuelto en su “tigra”…, y dio también con una botella y un vasito, que por cierto hasta por poco los bota. Pedro murmuró: “Ah…!”, comprendiendo lo que había pasado, y aún pensó en tomarse él mismo un traguito sueñero, pero estaba cansado y prefirió echarse a dormir. Se envolvió él también en su chamarra y se estiró tras una ligera persignada; más tarde el frío lo hizo arrimarse un poquito a Fulgencio, y luego se quedó profundamente dormido.
A los primeros cantos del gallo Pedro se levantó. Pensó otra vez en el trago, pero tampoco lo tomó. Bajó cuidándose de no hacer ruido, aguó al caballo, se enjuagó él, ensilló y se puso en marcha pensando en una taza de café negro caliente donde la Chila López, por donde siempre le tocaba pasar a eso de las seis de la mañana.
No habría andado ni media legua cuando se encontró con un montado y dos hombres a pie; en la semioscuridad del amanecer no los conoció; pero cuando el montado dijo: “Adiós, amigo”, Pedro reconoció la voz:
¡Fulgencio! ¡Bandido! ¿Dónde pasastes la noche? ¿Dónde la Chila o dónde la Gregoria?
¿Sos vos? Idiay…!No te conocía!
-Yo, ¿y quién va a ser? Bueno, pero ¿de dónde te la traés? En mis cuentas yo acababa de dejarte en el tabanco de “La Plancha”…
-De buscar a éstos. Anoche se me murió Luis Ortega…, no tenía ni con quién enterrarlo… Entonces mejor me vine hasta donde la Chila López a pasar la noche y ahora me traje a éstos para ir haciendo el hoyo. Más tarde van a venir otros muchachos. ¿Por qué no nos volvemos y te quedás para luego?
-¡Luis Ortega!... Y ¿qué le pasó?
-Una culebra cascabel … Pero a vos, ¿qué te pasa?
-¿Dónde dejaste al muerto? ¡Contéstame!
-Pues en el tabanco…
-¡Chocho! Allí dormí yo…!y creía que eras vos…!Hasta te hablé…!Hasta creí que estabas tragueado!
-¡Bárbaro! ¡Dormiste con un muerto!
Pedro Montes estaba temblando. Sudaba helado. Tuvo una basca seca y un calenturón que casi se muere.
Adolfo Calero Orozco
Pedro Montes estaba de mandador en “El Dulce Nombre”, una hacienda situada cerca de Nandayosi, por la costa sur. Como en aquel tiempo los caminos eran más largos que ahora, él nunca hacía el viaje a Managua de un solo tirón, sino que salía de “El Dulce Nombre” con la fresca de la tarde, prefiriendo las noches de luna para sus viajes. A la caída de la media noche llegaba a “La Plancha”, una fincucha de café; allí echaba un buen “peloncito” y muy al alba se ponía otra vez en marcha, con la bestia descansada y él fresco, y lograban entrar a Managua entre nueve y diez. El regreso lo hacía Pedro en la misma forma, pues “La Plancha” estaba más o menos a la mitad del camino y era de Fulgencio Roque, un compañero antiguo, tismeño como él, que dormía en un tabanco libre de puertas y con acceso al corredor de la casita, hasta donde podía subirse sin molestar ni pedir permiso a nadie con sólo que los perros lo conocieran a uno.
Muchas veces hizo Pedro Montes el viaje aquel y generalmente Fulgencio lo sentía llegar y echaban su platicadita. A la partida, Pedro tenía siempre buen cuidado de hacerla muy calladita para no despertar al amigo.
La vez del cuento era en febrero. Ya habían “cortado”, pero todavía hacía un frío que parecían dos. Pedro llegó a “La Plancha” a la hora de costumbre; la luna ya se había puesto y estaba muy oscuro. Lo único de particular que había notado Pedro en el camino era que hubo muchas exhalaciones en el cielo después que se fue la luna y que cuando entró a la finca los perros no le ladraron ni se le acercaron, como otras veces, para olfatearlo primero y colearle después, sino que más bien dieron su aulladita, y eso sin acercársele mucho. El desensilló y a tientas, como que conocía muy bien la casa, dio con el poste picado en escalones que conducía al tabanco. Subió y llamó a media voz:
¡Fulgencio!... ¡Full!... ¿Estás sorneado?
Fulgencio no le contestó. Pedro pensó: “Andará mujereando esta carajo… o tal vez en Managua…”.
Pero mientras se acomodaba, tentando dio con Fulgencio, que estaba acostado, medio envuelto en su “tigra”…, y dio también con una botella y un vasito, que por cierto hasta por poco los bota. Pedro murmuró: “Ah…!”, comprendiendo lo que había pasado, y aún pensó en tomarse él mismo un traguito sueñero, pero estaba cansado y prefirió echarse a dormir. Se envolvió él también en su chamarra y se estiró tras una ligera persignada; más tarde el frío lo hizo arrimarse un poquito a Fulgencio, y luego se quedó profundamente dormido.
A los primeros cantos del gallo Pedro se levantó. Pensó otra vez en el trago, pero tampoco lo tomó. Bajó cuidándose de no hacer ruido, aguó al caballo, se enjuagó él, ensilló y se puso en marcha pensando en una taza de café negro caliente donde la Chila López, por donde siempre le tocaba pasar a eso de las seis de la mañana.
No habría andado ni media legua cuando se encontró con un montado y dos hombres a pie; en la semioscuridad del amanecer no los conoció; pero cuando el montado dijo: “Adiós, amigo”, Pedro reconoció la voz:
¡Fulgencio! ¡Bandido! ¿Dónde pasastes la noche? ¿Dónde la Chila o dónde la Gregoria?
¿Sos vos? Idiay…!No te conocía!
-Yo, ¿y quién va a ser? Bueno, pero ¿de dónde te la traés? En mis cuentas yo acababa de dejarte en el tabanco de “La Plancha”…
-De buscar a éstos. Anoche se me murió Luis Ortega…, no tenía ni con quién enterrarlo… Entonces mejor me vine hasta donde la Chila López a pasar la noche y ahora me traje a éstos para ir haciendo el hoyo. Más tarde van a venir otros muchachos. ¿Por qué no nos volvemos y te quedás para luego?
-¡Luis Ortega!... Y ¿qué le pasó?
-Una culebra cascabel … Pero a vos, ¿qué te pasa?
-¿Dónde dejaste al muerto? ¡Contéstame!
-Pues en el tabanco…
-¡Chocho! Allí dormí yo…!y creía que eras vos…!Hasta te hablé…!Hasta creí que estabas tragueado!
-¡Bárbaro! ¡Dormiste con un muerto!
Pedro Montes estaba temblando. Sudaba helado. Tuvo una basca seca y un calenturón que casi se muere.
No hay comentarios:
Publicar un comentario